Una
docena de organizaciones de desocupados/piqueteras acordaron desarrollar el
próximo 26 de junio la primera jornada de movilización para conseguir un aumento
salarial y una duplicación de 150 a 300 pesos en el monto de los planes
sociales; alimentos para los comedores populares y respaldar a los obreros de la
fábrica ceramista Zanón ante el peligro de ser desalojados. Los manifestantes planean
cortar los principales puentes de acceso a la Capital Federal. Carlos Soria,
desde la Secretaria de Inteligencia del Estado, insiste sobre el peligro que
corren las instituciones del Estado ante el avance de la organización de los
piqueteros, y el conjunto del gobierno de Eduardo Duhalde teme un desenlace
similar al que decretó la renuncia de Fernando De la Rúa.
Esta
podría ser una crónica actual, aunque en un marco económico y social distinto, con
un gobierno que ante cada movilización responde con cientos de policías y
gendarmes en las calles y denuncia que quieren desestabilizarlo. El reclamo de
las organizaciones de desocupados/piqueteros de ayer y de hoy es el mismo:
trabajo digno y sin clientelismo.
Hoy
se cumplen 10 años de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán
en esa heroica y triste jornada que terminó tal como la planearon los conglomerados
económicos concentrados, los organismos de crédito internacional y,
principalmente, el presidente Duhalde que quería mostrar orden y fortaleza ante
estos sectores económicos.
Las
organizaciones de desocupados/piqueteras tienen su origen en la aplicación de medidas
en materia económica, social y política de sesgo neoliberal en los últimos 30
años de historia Argentina y Latinoamericana. Esto se debe a que las iniciativas
de los conglomerados económicos locales y de los organismos de créditos implicaron
una reconfiguración de las bases de nuestra sociedad.
La
concentración y extranjerización de la economía, con su consecuente proceso de
empobrecimiento de los sectores medios y populares comenzó con la dictadura en
los setenta, pero fue profundizada por los sucesivos gobiernos democráticos que
traicionaron sus raíces e históricos programas de gobierno. Para aplicar esas
políticas, la dictadura implementó la más salvaje represión que jamás haya
soportado nuestro pueblo con miles de desaparecidos, torturados, exiliados y asesinados.
Con el gobierno radical de Raúl Alfonsín, el método de disciplinamiento sobre el
pueblo se llevó adelante a través de la inflación y la hiperinflación. Por su
parte, durante los noventa y principios de este siglo, para profundizar las
políticas de apertura comercial y de reestructuración del estado, el menemismo
y los grupos económicos y crediticios vieron crecer la desocupación y
marginación de buena parte de la sociedad, creando el más grande de los
ejércitos de reserva de la historia de nuestro país y aumentando los niveles de
represión.
Esos
30 años trajeron paralelamente una descolectivización masiva que afectó muy
especialmente a las grandes zonas industriales. En poco tiempo, el cordón
industrial se convirtió en un cementerio de fábricas y pequeños comercios.
Sin
embargo, como consecuencia del colapso de las economías regionales y de la
privatización de las empresas del Estado durante la década del noventa, también
se fueron gestando -desde una abanico complejo y bien heterogéneo- nuevas
formas de organización social y de movilización que tuvieron su aparición pública
en los cortes de ruta de 1996 y 1997 en el interior del país, interrumpiendo la
“libre circulación” de personas y mercancías, en demanda de puestos de trabajo.
Asimismo, en el Conurbano bonaerense se gestaron esos modelos de organización,
posibilitando años más tarde la proyección de los desocupados a escala
nacional, así como los estilos de militancia, basados en el trabajo comunitario
en los barrios.
En
este marco, pese a que la demanda de las organizaciones de desocupados ha sido
siempre puestos de trabajo digno, desde 1996 el Estado argentino comenzó a distribuir
planes sociales y asistencia alimentaria entre las poblaciones más afectadas
mientras que se encaminó hacia el reforzamiento del sistema represivo,
apuntando al control de los conflictos sociales, a través de la represión y la
criminalización de la protesta.
Pese
a ello, la capacidad de organización y movilización del nuevo actor social iba
en aumento, a tal punto que en julio y septiembre de 2001, realizaron dos
cumbres piqueteras, reuniendo a la casi totalidad del campo militante[1].
Sin
embargo, fue el 19 de diciembre de ese año, tras varios meses de piquetes y
protestas populares en todo el país, que irrumpió en Capital Federal el sonido
de las cacerolas y las protestas se extendieron en todo el país. Esa misma
noche, en el marco de una Plaza de Mayo llena, escraches y manifestaciones,
renunció el ministro de Economía de De la Rúa, Domingo Cavallo. A pesar de
esto, el reclamo continuó el día siguiente y el gobierno dictó el Estado de
Sitio, con una represión implacable que se llevó la vida de 34 compañeros y
compañeras en todo el país. Esa tarde, mientras las fuerzas del orden disparaban
balas de plomo, De la Rúa huía en helicóptero desde el techo de la Casa Rosada.
Tras los fugaces mandatos de Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo
Camaño, llegó al Poder Ejecutivo Eduardo Duhalde, quien terminaría anunciando
el llamado a nuevas elecciones tras la Masacre de Avellaneda de junio de 2002.
Las
jornadas del 19 y 20 de diciembre y la represión que asesinó a Maxi y Darío e
hirió a unos 200 manifestantes de diferentes organizaciones populares con balas
de plomo, forman parte de un mismo proceso. Una seria crisis institucional como
consecuencia de las políticas aplicadas, la reacción de un pueblo hambreado y
el intento de un gobierno asesino de recomponer la autoridad del Estado.
Maximiliano
Kosteki se acercó al MTD de Guernica en abril de 2002, no sólo porque, al igual
que miles de jóvenes en todo el país, no tenía un trabajo estable, sino también
porque estaba influido por ese contexto de fuerte movilización social. Darío
Santillán, por su parte, militaba desde bastante antes en los movimientos de
desocupados de Almirante Brown y Lanús. Junto a sus compañeros, fue partícipe
activo de las jornadas de diciembre de 2001.
A
la movilización de las organizaciones de desocupados que pretendían cortar los
accesos a la Ciudad de Buenos Aires en demandas de mejores condiciones de vida,
el represor de Duhalde respondió con una emboscada perpetrada por la Policía
Bonaerense, la Policía Federal, la Gendarmería y la Prefectura Naval, quienes
llevaron adelante una tremenda represión en torno al Puente Pueyrredón, pero
que se extendió a través de persecuciones a decenas de cuadras de los accesos.
El
destinario del mensaje era claro. El gobierno de transición no iba a tolerar protesta
social porque se encontraba negociando el modelo económico con los sectores
locales y la deuda externa con el Fondo Monetario Internacional. Tanto unos
como otros le reclamaban a su gobierno “firmeza y mano dura” ante los
crecientes reclamos. Según declaró en el juicio por estos hechos Aníbal
Fernández, por entonces secretario de la presidencia, “las carpetas con los
acuerdos para que firme el Fondo esperaban en el despacho del presidente, pero
no iban a ser firmadas hasta que no se estabilizara la situación social”[2].
Días
previos comenzó una campaña de prensa buscando demonizar las manifestaciones
populares, caracterizándola como “una amenaza para la democracia” y a los
cortes de ruta como “acciones bélicas”, tal cual los definió el Secretario de
Seguridad, Juan José Álvarez.
El
intento del gobierno de mostrar que la muerte de los jóvenes militantes se
produjo por un enfrentamiento entre los mismos piqueteros, terminó a las pocas
horas, tras la aparición de las fotografías que indicaban que los policías, los
funcionarios y el propio presidente mentían.
La
sentencia fue elaborada por Elisa López Moyano, Roberto Lugones y Jorge Roldán,
del Tribunal Oral número siete de Lomas de Zamora, quienes dictaron por
unanimidad la prisión perpetua contra Fanchiotti y Acosta. En aquel avance
contra los piqueteros, Fanchiotti y Acosta hicieron fuego contra Maximiliano
Kosteki, hiriéndolo de muerte, y balearon a otras siete personas.
“Innecesariamente”, sigue el fallo, “Fanchiotti continuó la persecución “hasta
la estación de Avellaneda secundado por Acosta”.
El
comisario y Acosta, dijeron los querellantes, actuaron “de común acuerdo,
disparando con munición de plomo para dar muerte a los manifestantes, sabiendo
cada uno lo que hacía el otro y prestándose mutuo apoyo”.
En
la puerta de la estación, el comisario, en su calidad de jefe del operativo,
ordenó a la primera línea policial que ingresara a la estación. El oficial a
cargo lo desobedeció: era consciente del peligro que implicaba. Esa actitud fue
valorada positivamente por los jueces en un gesto que sienta aún antecedente
importante.
Así,
sólo ingresaron al hall de la estación Fanchiotti y los integrantes de su grupo
más cercano, entre ellos su chofer Acosta. Fue él quien disparó por la espalda
contra Darío Santillán.
A
10 años de aquellas históricas jornadas, no sólo no están presos los
responsables políticos de aquel genocidio -Duhalde, el ex gobernador bonaerense
Carlos Ruckauk, el ministro de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y
Culto Felipe Solá, Soria y Aníbal Fernández- sino que Fanchiotti fue trasladado
del penal de Olmos a Baradero, un penal que posee un régimen de detención
abierto, lo que significa "la última etapa antes de que un preso recupere
su libertad"[3].
Mientras tanto, los reclamos por los que Darío, Maxi y miles de personas fueron
hasta el Puente Pueyrredón aquel 26, y muchas de las consignas que se
escucharon en las jornadas de diciembre de 2001, siguen sin encontrar respuesta
alguna.